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El
hacer, previsiblemente en la genuina base del Libre Albedrío, implica
riesgos imprevistos. Por lo que todo logro es fruto de sacrificios no
confesados y no, necesariamente, merecidamente recompensados. De la misma
manera que el "premio" no
es certificado de nada, el título no acredita tener oficio.
Una obra primorosa, y libremente
ejecutada, alumbra (en su supuesta bondad) esperados caminos, inadvertidas cunetas
e inevitables designios. La misma ennoblece al artista y regocija a
espectadores y adjuntos. Toda ella, ciega, por su fulgor, a "torquemadas" y satura a críticos (y
obstinados) enjutos.
Todo suceso es un
encadenamiento de obra y suicidio. Todo destino puede surgir de un comienzo
algo diferente y no advertido. Todo origen es inicio de algo que no está
escrito en pensamiento humano pero, sí, previsto. Debería ser no muy distinto
de su primer segundo. No obstante, lo terceros pueden desmentir a los anteriores
sucesivos. Por todo ello los primeros que, nacieron de un esperanzador súbito,
desaparecieron en el mar de olvido. Cálido, temeroso y algo oculto. La luz de
sus penachos debería de encumbrar al más antiguo. Caleidoscopio sin brazos; amalgama
de vómitos. ¡Fuegos fatuos en un pestilente delirio!
Tenues alfombras cubren
pavimentos y pisos. Pávidos y exóticos. Los primeros fueron víctimas de un sino
que, sí, estaba escrito. Ni una estrofa, ni un punto. No hay sitio final porque
no se encuentra al primogénito. Los segundones no buscan, no encuentran y no
siguen a su primer filogenético. Los terceros, una vez más, desmienten a los
que les precedieron. Decíamos que no podían ser los relegados primeros pero, sí,
los irresponsables segundos.
El primero, recordémoslo,
surgió del hacer de uno ¡que ya es difunto! El segundo se dejó, miserablemente,
en una inercia sin brida y sin tino. Terceros, cuartos y quintos, perdidos por
la insolvencia del pusilánime segundo.
Hay que seguir haciendo sin
tener en cuenta a los detestados íncubos. En un impulso perpetuo, encumbrémonos
en inaccesibles pináculos; dotémonos de titánica fuerza, de la inconmensurable
templanza y de una inalterable constancia.
Permanezcamos en un viaje eterno,
de aperturas lumínicas; de lanzas rítmicas, perforando vivencias destempladas y
paupérrimas; cenizas sobrevenidas, heredando fuegos abortados, no iniciados, y
ya extinguidos.
¡La
Luz de la existencia no luce por ser vida, si no por ser Espíritu!
Santiago Peña
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