sábado, 16 de diciembre de 2017

EL PARAÍSO TERRENAL COMO ORIGEN DEL MAL (Y DEL BIEN)


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El placer y el confort, sin voluntad, son el umbral de la corrupción. El trabajo y el esfuerzo son el principio del crecimiento integral. Todo edén es germen de un venidero caos; todo desierto es causa de perfección. La obligación hace a la PERSONA. La estimula, la sublima y la predispone hacia cotas superiores de espiritualidad. Nada se degrada y todo se enaltece.  El ocio difuso, la pérdida de tiempo, la indolencia, la pérdida de objetivos; de responsabilidades compartidas, nos arroja en brazos del hastío, de la búsqueda de falsos caminos y, inevitablemente, de vacuas "realidades".

La Espiritualidad como paradigma de la Libertad


La búsqueda de algo que no conocemos; que no concebimos; de aquello que se encuentra más allá de todo entendimiento, más allá de toda luz, más allá de todo límite físico, o mental, es atisbo de humanidad; y superación de límites materiales.

En el fondo, seguimos siendo nómadas de nuestros propios destinos; unos viajeros perpetuos. Amanuenses postreros; divinos montañeros de cumbres perdidas y de cataratas advenedizas. Las últimas montañas de nuestras periclitadas vidas de ningún modo las conquistaremos; jamás serán nuestras dulces amigas. A lo sumo, unas extraviadas compañeras por falta de una desmedida pericia; para nada ajenas y sí íntimas.

Todo lo hostil se combate con las armas de la cotidianidad. El hábitat no dominado deprime y se hacen necesarias nuevas salidas, nuevas rutas (para nada terrestres o marítimas); plausiblemente divinas. A fin de cuentas, camaradas de vidas prestadas e impuras. La pureza es principio y final de la luminosidad. Todo el inmaculado recorrido denota perfección por sus excelsos destellos. Todo amanecer es virginal; candidez ignota, preñada de una pulcra irradiación. Pétalos de infinito color; auroras felinas y prometedor albor.

El Árbol del Conocimiento


Todo deseo material es encarnación del mal y de la consabida pérdida de la inocencia primordial. Todo principio solo puede tener un origen divino, y traspasarlo es sinónimo de un despertar a la conciencia; el poder distinguir entre hacer lo correcto, según nuestro propio criterio, y engendrar el mal es la constatación del vacío, con una clara sensación de perdernos, irreversiblemente, en una programada nada. Todo ello nos proyecta hacia una necesaria acumulación de conocimiento, con el perverso, e inocente, objetivo de buscar cura ante una obsolescencia programada. Todo método científico de mejora, o de alargamiento, de nuestras existencias es parte esencial de anhelos inconfesos persistentemente ejecutados.   

El Árbol de la Vida


La Eternidad a través de la descendencia. El ser conscientes de una vida más o menos efímera -todo proyecto de vida está programado hasta cierto tiempo; siempre que lo cordura se mantenga en su término- nos predispone a una búsqueda extenuante, y trágica, de una imposible Inmortalidad. La misma nos está vedada por ser humanidad; hijos de la divinidad. La rebeldía materializada es un anhelo desesperado de Persistencia que nos proyecta al infinito camino de una estéril longevidad. Causa y destino último de todo nuestro devenir existencial. Todo principio de vida surge con el obligado, y sagrado, cumplimiento de mantenerse. Todo acontecimiento, por trágico que sea, no debe truncar el sagrado espíritu de permanencia. Somos albaceas de futuras vidas y tenemos la sempiterna tarea de perpetuarnos. Este principio rector es el que dota de sentido a infinidad de vidas humanas a través de imperecederos árboles. Todos perennes; ninguno caduco. En definitiva: muerte y vida; inframundo y cielo.

El libre albedrío


La asunción de la propia soledad en el universo infinito. La toma de conciencia y la posibilidad de poder escoger el camino de acuerdo a nuestra única, y exclusiva, voluntad. Todo ello nos hace ser conscientes de lo que significa el Bien y el Mal. Desde la inocencia hasta el deseo de la obtención de conocimiento. Desde el Bien, como génesis de la humanidad, hasta el Mal, encarnado en el ser pretendidamente autosuficiente. El despertar no nos hace más humanos, simple, y llanamente, nos hace sabedores de nuestros defectos y limitaciones; portadores de vicios y fracasos.

En síntesis, los Árboles del Conocimiento y de la Vida, son lo mismo y uno. Son la raíz, el tronco y las ramas; que unen materia y espíritu; y es el Árbol Cósmico que enlaza la tierra con el cielo. Los dos representan el despertar de la humanidad, la pérdida de la inocencia, la toma de conciencia y el poder de decidir por sí mismos. El Libre Albedrío es su manifiesta consecuencia: La Expulsión de Edén (o Paraíso Terrenal) es prueba palpable de una clara distinción entre lo que se entiende por Hacer el Bien o Cometer el Mal. En el momento que la humanidad abandonó el Paraíso Terrenal (expulsión divina) adquirió plena libertad y fue consciente de su inmensa soledad en un infinito espacio tiempo (trayectoria vital) para nada entendible e inabarcable. Lo que no se entiende es la divina potestad; el resto de nuestros congéneres es lo que entendemos por humanidad.

La libre voluntad como umbral de la culpabilidad


La plena libertad de poder ejercer la voluntad como principio de la culpabilidad. El poder de la voluntad nos induce al pecado. En cambio, el culto al Dios supremo, siguiendo estrictamente sus enseñanzas y mandamientos, exime de culpa al fiel creyente. Todo acto brutal, realizado en nombre de la divinidad, es motivo de un "comprensible" perdón. El crimen es bendecido y ensalzado. No existe la libertad de conciencia sino la ciega obediencia sin motivo de arrepentimiento y ensalzado por el resto de fervorosos, y sumisos, devotos.

La fundamentación del quehacer existencial en una religiosidad que nos encorseta y limita el albedrío. Toda "protección" implica renunciar a la libertad. Todo acto de fe es el suicidio de la voluntad. De nuestra íntima, y emancipada, voluntad. Se pasa del noble estatus de soberano al de pusilánime servidor. Es necesario recordar que nacimos para ser libres y no esclavos. El esclavismo va y viene; jamás se ha ido. Desde el mismo origen de la humanidad, el demandar protección (física o espiritual) conlleva, irremisiblemente, sacrificar total, o parcialmente, nuestra preciada libertad.

Eso sí: nuestro pensamiento es tan inmortal que, a pesar de nuestras innatas limitaciones, transcendemos. Por ello, lo divino es creación de una portentosa humanidad. Como muestra tenemos el caso de las tres Pirámides de Guiza: su excepcional universalidad, o su relevancia histórica, no se deben a sus majestuosas, e inconmensurables, presencias, sino al supremo hecho de su realización. ¡Qué espíritu inspiró tal magnificencia; qué fuerza motriz materializó tremenda tarea!

¡Los actos son eternos!


Santiago Peña


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