sábado, 15 de octubre de 2016

RENOVACIÓN, CONSERVACIÓN Y TRADICIÓN


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No se puede ser negador de cualquier corriente cultural, por mucho que no la comprendamos, pero sí de una sospechosa mediocridad. Las actuales generaciones tienden a la protesta y al arrebato, no al prejuicio ni a la desolada ironía. Hay que interesarse activamente por todo cuanto tenga Valor, sin importar donde éste se halle. Y si seguimos sintiéndonos renovadores es porque previamente habíamos asimilado y Amado, inclusive, aquellos Valores hacia los que hoy en día íbamos a apartar, o renovar, con sagrada devoción. Hay que seguir apoyándose vigorosamente en ellos para poder así tomar impulso y arrojarnos más allá, en envite escrupuloso, al abordaje de nuestro destino. No os asombremos, pues, que hoy hagamos un sincero Panegírico de la Tradición. Renovación, Conservación y Tradición. He aquí tres vocablos semejantes, cercanos; diríamos inverosímilmente gemelos.

Por lo que, desde una visión acrítica y abierta al cambio, se aprecia, por el contrario, que la vitalidad de una Tradición depende de su capacidad para poder Renovarse; pudiendo mudar su forma para adecuarse a nuevos entornos y espacios; Conservarse. Es decir: una Renovación Permanente sin disipar por ello su genuino significado.

E inmediatamente la Tradición, no enhiesta sino tendida, la que nos recoge y ampara como ánimo y fraterna imitación desde nuestros flancos, justo al paraje redivivo de nuestro Camino. Nuestra PERSONA solo adquiere su auténtica singularidad, junto a los demás, frente al prójimo, junto al hermano. Cuanta superior eficacia tenga ese grupo humano en el que nuestra naturaleza se forma, cuanto mejor para nuestras Conciencias.

Hablemos, por tanto, de Fidelidad, de Camaradería, de Fraternidad, de Unión y, también por qué no, de Diferencia.

En definitiva, la PERSONA, es, así, un orfebre, un modelador de tierras; un espíritu que se expresa por su boca: el de su raza, el de su Comunidad, el de su propia Tradición. Con las dos extremidades ensartadas en la incorrupta tierra, un torrente maravilloso se concentra, se aglomera bajo su porte para corretear por su cuerpo y elevarse por su lengua. Es, a la sazón, la tierra misma, la tierra recóndita, la que centellea por ese cuerpo ardiente. Pero en otras ocasiones la PERSONA se ha desarrollado, en este momento hacia la cúspide, y con su frente empotrada en el astral techo habla con verbo sideral, con universal eco, mientras está concibiendo en su torso el hálito mismo de los celestiales cuerpos. Todo se hace entrañable y partícipe. El pequeño insecto, la hebra de pasto dulce sobre la que su carrillo otras veces dormita, no son diferentes de él mismo. Y él puede razonarlas y curiosear su esotérico sonido, que primorosamente es apreciable entre el murmullo del estruendo.

No creo que la nueva PERSONA sea definida primeramente por su quehacer de orfebre. La perfección de su tarea es progresivo empeño de su obra, y en nada valdrá su misión si ofrece una torpe o impropia faceta a los semejantes. Pero la vacuidad no quedará amparada por la obstinada terquedad del pulidor de aleación yerma y desolada.

Unas PERSONAS son agitadores de "inmensas minorías". Son buscadores impenitentes de la Verdad, de la Belleza y de la Luz (no interesa la dimensión) que se conducen a la PERSONA observando, cuando se significan, a delicadas tesis precisas, a depuradas arbitrariedades; a derramadas fragancias, del sujeto afable de nuestra puntillosa cultura.

Otras PERSONAS (tampoco interesa la dimensión) se conducen a lo Eterno de la PERSONA. No a lo que cultivadamente difiere, sino a lo que substancialmente adhiere. Y si lo descubren rodeado de su contemporánea cultura, perciben su inmaculado desnudo brillar imperturbable bajo sus extenuados atavíos. El Amor, el desánimo, la inquina o la expiración son inalterables. Estas PERSONAS son PERSONAS primordiales y hablan a lo esencial, a lo esencial humano. No pueden sentirse simples trovadores de "inmensas minorías".

Por este principal motivo la PERSONA tiene, como indico, propensión expansiva. Aspirara difundir a partir de cada torso hermano, pues, en cierta forma, su verbo es el verbo de la Comunidad, a la que la PERSONA entrega, por un momento, su boca apasionada. De modo que la obligatoriedad de ser comprendido. Pero desde esa franja de genuino envío, la PERSONA hace la vivencia, ciertamente maravillosa, de conversar de distinta manera a otras PERSONAS y de ser por ellos entendido. Y en aquel momento sobreviene un hecho insospechado. La PERSONA se ubica, como por ensalmo, en una ciencia que, parcialmente, le es ajena, pero desde la que percibe con naturalidad el latido de su propio corazón; que de esta manera se significa y mora en dos espacios de la sustantividad: la propiamente dicha y la que le dispensa el novedoso refugio que le alberga. Por lo que continúa siendo indudable, me parece, vuelto del revés, y referido, no al receptor, sino a la PERSONA. Así mismo la PERSONA se percibe como esos seres de los pensamientos nocturnos que tienen, intachablemente empatadas, dos naturalezas diferentes: Así la PERSONA transcrita que percibe en sí dos entes: el que le asigna la nueva vestimenta oral que ahora le arropa y la propia auténtica, que, por debajo de la ajena, todavía está e incita. No obstante, después de una extenuante expansión siempre sucede una contracción. La PERSONA no puede, fruto de su propia naturaleza, permanentemente expandirse; es necesaria una contracción para poder seguir haciendo grande su Alma Eterna. La PERSONA es PERSONA por respetar cíclicamente las alegrías y las penas; la sequedad y la lluvia; la muerte y la vida; la noche y el día. El mundo es Uno, pero las representaciones infinitas.  

Concluyo así mereciendo para la PERSONA un altísimo destino: la de anhelar en su ser la firme voluntad de Solidaridad con el resto de la Humanidad.


Santiago Peña


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